Es bien sabido que, con anterioridad al siglo XX, un acceso fácil a algunos de los principales contenidos culturales (por ejemplo música o piezas de teatro) estaba reservado a los estratos privilegiados de la sociedad. Cierto, existieron los juglares, que tocaban y cantaban por calles y plazas de la Europa medieval; como también los corrales de comedias, que a partir del XVI permitieron también al pueblo llano deleitarse con las obras de Cervantes, de Tirso o de Calderón. Pero ese contacto popular con música o teatro estaba condicionado a la esporádica actuación del artista de que se tratase. A resultas de ello, muy pocos eran los que podían vivir de lo que producían, y si llegaban a hacerlo, muchas veces era en condiciones de considerable estrechez, por no decir de precariedad.
El surgimiento en el siglo XX de los llamados mass media estaba llamado a transformar radicalmente este escenario, gracias sobre todo a la posibilidad de registrar y subsiguientemente escuchar o igualmente ver los contenidos. La consecuencia fue clara: gracias a gramófonos y cinematógrafos, música y dramaturgia pasaban a convertirse en negocios multimillonarios.
Lo expuesto puede servir a grandes rasgos para explicar también la evolución de otras fuentes de entretenimiento, como quizá fundamentalmente el deporte. Nuestro Zarra, por ejemplo, siempre vivió con gran sencillez.
La imprenta, por su parte, iría haciendo posible desde mediados del XV que las letras saltaran los muros de los monasterios para ir poco a poco calando en la población general. Pero de nuevo, ni Balzac ni Dickens eran conocidos por nadar en la abundancia, mientras que Fernando Pessoa precisó de la seguridad de un modesto puesto funcionarial para producir.
También el siglo XX había de transformar en profundidad la literatura y la industria editorial, gracias a la generalización de la educación y la tecnificación de su producción, mientras que esos mismos medios de comunicación de masas la ayudaban a promover a sus principales autores y así generar enormes ingresos, en mayor o menos medida compartidos con estrellas como García Márquez o Marguerite Yourcenar.
La industria del entretenimiento y la industria editorial vivían éste su particular “cuento de hadas” cuando, a finales del siglo XX, llegó Internet. Vinton Cerf, uno de sus principales padres, decía en una reciente conferencia en Singularity University: “The Internet is all about copying”. Si ello es así, sobra decir que con su irrupción social desde mediados de los pasados noventa, que hace posibles copias anónimas, sencillas y, muy especialmente, de la misma calidad que las originales, artistas y autores, y la industria que había venido posibilitando la difusión de sus obras, habían de sufrir un terrible embate. Como también el entramado legal que desde fines del XVIII trata de proteger sus creaciones y los ingresos de ellas derivados.
Para colmo, Internet también entraña toda una posible demolición de las vías tradicionales de acceso a los “canales del éxito” en estos campos: la discográfica, la productora cinematográfica o la editorial correspondientes eran la puerta por la que cualquiera que quisiera triunfar había de pasar para lograrlo. Muchos eran los llamados y sin embargo pocos los elegidos. Y aun de entre ellos, algunos se caían por el camino.
En el ámbito deportivo – y sin perjuicio del papel quizá más épico que económicamente sustancioso de la radio -, fueron “las televisiones” quienes ocuparon el lugar más equiparable a los de aquellas industrias. Primero las cadenas generalistas, que ofrecían señal en abierto, pero que ya hacían posible “asistir” con casi todos los sentidos al partido sin hacerlo presencialmente; y después, y sobre todo, las “de pago”, que comenzaban a trazar una barrera decisiva entre clubes privilegiados tipo Real Madrid o Barcelona, y prácticamente todos los demás, al tiempo que también generaban una barrera entre los espectadores que podían y querían pagar un plus por presenciar ciertos acontecimientos deportivos y quienes no querían o simplemente no podían hacerlo.
La Red, en cambio, ha creado estrellas musicales a partir de Facebook (como el autor del archifamoso “Gangnam Style” coreano), ha encumbrado producciones audiovisuales nacidas en YouTube, o a través de la llamada blogosfera, ha asentado el ascendiente social de líderes como la cubana Joani Sánchez, el egipcio Gonim o el español Enrique Dans.
Conocemos el resultado. Entretenimiento y literatura, y sus industrias correspondientes, vienen viendo desplomarse sus ingresos, al hilo de jóvenes y no tan jóvenes descargando o visionando contenidos sin licencia, desde libros hasta discos, películas o partidos de fútbol; autores noveles y hasta consagrados, que deciden prescindir de los canales clásicos y acuden al copyleft o el creative commons para darse a conocer en lugar de llamar a las puertas del editor tradicional; y por supuesto, cómo no, los piratas, que en sus webs de enlaces a contenidos protegidos, se permiten incluso insertar publicidad, tantas veces de marcas bien conocidas, para potenciar su parasitario modelo de negocio. Un modelo que, paradójicamente, es defendido por ciertos miembros de la llamada “comunidad de Internet”, destacando por supuesto entre ellos los de líneas próximas a Anonymous, y a cuyo parecer, cualquier intento por hacer cumplir en Internet la normativa sobre derechos de autor conlleva automáticamente censura.
Por su parte, con más o menos insistencia, que en algunos ha llegado a ser ridícula vehemencia (me refiero por supuesto a la etapa de aspavientos de la SGAE), artistas, autores e industria de contenidos han venido clamando por el cumplimiento de las normas de represión de la piratería. De entre ellos, y es de elogiar, algunos han comenzado también a adaptarse al nuevo entorno, haciendo realidad el tan manido “mantra” de los “nuevos modelos de negocio”, tratando de convertir Internet en aliado-palanca de nuevas estrategias de mercado, de las que Pandora, Netflix, Wuaki o Planeta estarían siendo abanderados.
Frente a todo lo dicho, los poderes públicos, y de su mano el marco legal, han venido reaccionado muy desigualmente. En los países con industrias de contenidos poderosas, como son especialmente los anglosajones, y en lo que a los contenidos escritos respecta, Francia (y en algo menor medida Alemania), con firme contundencia en la represión de la piratería o en la limitación de actuaciones o iniciativas novedosas (como la digitalización de libros de Google, por ejemplo). En otros como España, Italia y algunos otros europeos, con titubeos técnico-legales (como el resistirse a tipificar penalmente los enlaces sin licencia) y con abierto pánico a enfrentarse a una inmensa marea de ciudadanos que descargan o visionan gratis contenidos protegidos sin apenas reproche social.
Y en uno y otro caso, manteniendo en lo esencial la arquitectura de un régimen jurídico, como es el de la propiedad intelectual, que simplemente no ha sido hasta ahora capaz de entender la esencia de Internet; y que justo por ello, resulta del todo inadecuado para regular un equilibrio entre la creatividad y la innovación, por un lado, y el acceso social al entretenimiento y la cultura, de otro.
En lo que sin duda puede llegar a leerse como una legitimación de conductas ciudadanas hasta ahora ilegales, Kroes lanza la que a mi juicio constituye frase esencial de su alocución: “Todos los días, los ciudadanos europeos incumplen la legalidad simplemente por hacer algo absolutamente generalizado. Y quién puede culparles, a la vista de un marco legal tan inadecuado.” La Comisaria añade: “Junto a las tarifas de roaming, las normas sobre derechos de autor son las más frustrantes para el ciudadano de la calle. Algo que sencillamente no se puede explicar”. Y digo que éstas son las ideas clave porque son las que le sirven para articular la que a su juicio debe constituir la solución: una reforma de la propiedad intelectual “que se alinee con las prácticas de la calle, con lo que la mayoría de la gente está haciendo ya”.
Considero que esa reforma deberá seguir exigiendo el cumplimiento de las normas, y por supuesto también la represión de la piratería. Eso sí, la propia Comisaria da a entender, al señalar que sus acciones se deben concentrar “en los grandes infractores”, que el foco debe ponerse en lo que, admítase la expresión, constituye “la verdadera piratería”, entendiendo por ésta – y como llevo tiempo defendiendo -, el incumplimiento de derechos de autor con fin comercial.
Con todo, también deberá pasar por hacer ver a la industria de contenidos que la distribución capilar junto con el beneficio masivo del siglo XX, al menos a corto plazo, no va a volver.
Decía Juan Carlos Onetti, el inmortal escritor uruguayo, que el verdadero escritor lo es exclusivamente por necesidad, por necesidad de expresarse, por necesidad vital de verter en el papel lo que en cada momento lleva dentro. Por esto es por lo que el verdadero artista y el verdadero deportista no tendrán en el fondo problema en aceptar esa realidad.
Es natural que le deba costar más a la industria. Aunque puede que les ayude a comprenderlo el que, como la historia demuestra, no es preciso poder ser millonario para convertirse en un buen músico, un buen actor, una buena escritora o el futbolista mejor.
http://abcblogs.abc.es/ley-red/public/post/derechos-de-autor-en-internet-una-reforma-inevitable-15872.asp/